Una de las excursiones que había que hacer antes de irnos de Yosemite,
era subir hasta el tope de Yosemite Fall, la cascada más grandota del
parque, la más icónica, de hecho: la cascada más alta de Noteamérica, y nos refiermos a esta porción del continente, no al país. Desde que entramos
a Yosemite la estábamos viendo y casi no nos podíamos creer que existiera
una manera de estar ahí arriba en cuestión de horas. Salimos del Camp 4
que es donde dormimos Lorena y yo cada noche. Los varones se
habían ido de madrugada a hacer una escalada larguísima a North East
Butress of Higher Cathedral. Las dos decidimos arrancar más tarde, ya
desayunaditas y descansadas a caminar por esa cuesta para arriba.
Tremenda subidota, sin treguas hasta que llegas a la base de la cascada y
te encuentras por primera vez ese espectáculo de agua cayendo. Me
sorprendió cuánta gente le echa pichón a subirse hasta allá, desde
viejitos con cabelleras blancas, familiones enteros, aventureros y
paseos de colegio con muchachitos de no más de 10 años. Sin embargo, ni
un papelito de caramelo mal puesto, se mantiene impecable el camino, se
respeta el paso, nadie pone música, todo funciona en perfecta armonía.
Es decir: se respetan las normas y se usa el sentido común.
Tras llegar a la base de la cascada y
recibir la lluvia de gotitas heladas que salpican desde arriba, viene la
única mini bajada antes de que el camino agarre de una para el cielo.
El sonido de la cascada, con esa cantidad de agua primaveral, es
imponente. Como aviones despegando. Casi da miedito.
Hay
que mantener el paso sin prisa pero sin pausa, son tres horas de subir,
subir y subir. El paisaje, a medida que te elevas, es cada vez más
amplio y hermoso. Al final la desesperación y el cansancio abruman y uno
arranca a preguntarle a todo el que viene bajando que cuánto falta con
cara de tragedia profunda. Las respuestas variaban entre una hora y
quince minutos. Supongo que dependía de las percepciones y el paso de
cada quién. Finalmente, llegamos. Lore en súper mejores condiciones
que yo. Me parece
que tengo que empezar a hacer ejercicio...
Arriba parecía un cuento de hadas con
arbustos, nieve, arroyos y pinos cubiertos de musgo que luego dan paso a
unas lajotas de piedra y de ahí el abismo, el rugir del agua y la vista
franca se apoderan de todo. Paramos a ver el paisaje y luego bajamos el
barranco agarradas de una barandita para llegar al lugar exacto en que
el río se precipita 440 metros bañando el paredón de piedra. Hay una
brisa furiosa, es helado y emocionante. El vértigo es inevitable.
Sonreír enorme, también.
Conseguimos
un rinconcito soleado junto al río, protegido del viento, y nos
sentamos a comer nuestra merienda. Repetimos lo de la siestica, divina y
reparadora para arrancar camino abajo. Para mí, la peor parte. Menos mal
que la luz estaba comenzando a ponerse hermosa y gocé tomando fotos
todo el camino, porque la verdad es que se hace medio eterno bajar todo
eso, duelen las rodillas, la espalda y los deditos de los pies, pero el
paisaje y la felicidad de saber que estuviste encaramado allá arriba
alivian todo. Esa noche los chicos bajaron tarde de la pared y nos encontramos en la pizzería de Curry Village para echarnos los cuentos.
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